04.MAY.21 | PostaPorteña 2202

“Los prolegómenos de la traición” (II)

Por R.J.B.

 

“La traición es el único acto de los hombres que no se justifica”

Nicolás de Maquiavelo

 

En La Divina Comedia, Dante Alighieri ubica a la traición como el peor de los pecados y por ello reserva para los traidores el último círculo del infierno. Obviamente, lo hizo porque sabía que para cometer tan despreciable bajeza es menester contar con la confianza y/o el afecto del que resulta traicionado. Asimismo, están los que sostienen que la traición es la referencia necesaria para poder aquilatar, en su justa medida, la heroicidad. Eso nos conduciría a la eterna dicotomía que opone a héroes y villanos. Sin embargo, por momentos, me siento inclinado a pensar que todos -y todas-, al nacer, somos portadores de esa especie de virus malvado que se encuentra al acecho aguardando la oportunidad de aparecer en nuestras acciones.

El caso es que, sea porque ya viene con nosotros desde un principio o porque surge como respuesta que define la impronta de un individuo ante determinada situación, me inclino a pensar que incurrir -o no- en la traición, no sólo depende de la voluntad y el bagaje moral de cada uno, sino de las circunstancias.

La traición y sus categorías.  Menores, medianas y enormes. Las hay deportivas y abundan las que se producen motivadas por la ambición. Están las que se suscitan en el ámbito laboral; aquellas que involucran las relaciones sentimentales y otras que se consuman a nivel empresarial. A su vez, destacan las que con dramática estridencia son catalogadas como traiciones a la patria y esas que suponen una absoluta ausencia de fidelidad a una causa, a un amigo o a un juramento.

Existen traidores universales  que, más allá de la rigurosidad histórica, hacen parte de la memoria popular. La nómina que se expone a continuación comprende a unos pocos y es meramente ilustrativa.

El caso del apóstol Judas Iscariote es, sin duda, el ejemplo más representativo del traidor y aunque no son pocos los que, a través de los siglos, han tratado de reivindicarlo, el peso de su condena es irreversible.

Allá por el año 480 a.C., Efialtes de Tesalia decidió traicionar a los heroicos espartanos que resistían con éxito el embate del enorme ejército persa. Efialtes les facilitó a los persas, conducidos por el rey Jerjes I, la información sobre un paso en las montañas que les permitió rodear y derrotar a los guerreros conducidos por Leónidas.

Ay, un traidor faraónico. En el Antiguo Egipto, el dramático final de una reina y de su esposo, el joven faraón Tutankamón, de la XVIII dinastía, es atribuido a la obra de un gran traidor, Ay. En efecto, Anjesenamón fue la tercera de las seis hijas del faraón Akhenatón y de su gran esposa real, Nefertiti. Tras la muerte de su padre y con sólo trece años de edad, hubo de casarse con su medio hermano, Tutankamón, que era tres años menor. La pareja reinó armoniosamente durante una década, pero los egiptólogos coinciden en señalar que, primero Tutankamón y luego la desdichada Anjesenamón, fueron eliminados por Ay -abuelo de la muchacha y principal consejero de la corte- en su afán por abrirse paso hacia el poder.

BrutoA pesar de que su madre era la amante de Julio César y de que éste le dispensaba un muy especial afecto, Marco Junio Bruto fue uno de los principales protagonistas del complot para asesinarlo en los idus de marzo del año 44 a.C. Para la Historia han quedado las últimas palabras del célebre gobernante mientras agonizaba: “¡Tú también, Bruto, hijo mío!”

César Borgia, uno de los varios hijos del Papa Alejandro VI -Rodrigo Borgia-, sus contemporáneos lo llamaban “el mago de la traición”. Y es que este siniestro personaje que, entre otros títulos, detentó el de Capitán General de los ejércitos papales durante el pontificado de su padre (1492 – 1503), superó y por mucho las deslealtades que caracterizaron a todos los miembros de su familia.

Malinalli Tenépatio Doña Marina, más conocida como La Malinche, desempeñó un papel trascendental en el proceso que culminó con la derrota de los aztecas. En efecto, esta mujer nacida en la región que hoy sería Veracruz y que llegó a ser amante, traductora y consejera de Hernán Cortez, resultó la pieza clave para que los españoles lograran las alianzas que les llevaron a la victoria en su empresa de conquistar México.

La traición de“El Barberillo”. José María Pelagio Hinojosa, conocido como “El Tempranillo” (1805 - 1833), nació en Lucena, actual provincia de Córdoba. No tuvo estudios y era hijo de jornaleros, oficio que adoptó desde muy niño al servicio de un Señorito de la zona. Su carrera delictiva comenzó en la Romería de San Miguel, a los quince años, cuando se batió a duelo a navajas con un hombre mayor que había querido abusar de Clara, una muchacha de la que José se había enamorado. Tras matar a su contrincante, “El Tempranillo” robó un caballo y huyó hacia los montes, sabedor de que si era atrapado, le esperaba la horca. En sus primeros años como bandolero, se incorporó a la banda de Los Siete niños de Écija que se ganaban la vida robando a todos los que pasaban por la Sierra. Estuvo con ellos un par de años y los abandonó para crear su propia banda, especializada en asaltar carruajes y las diligencias de Hacienda del Reino. Con apenas veinte años era seguido por catorce hombres mayores que él y ya se le conocía como “el bandido bueno” por asistir generosamente a los más pobres y por la manera de recompensar a sus compañeros. Siempre luchó contra los caciques locales y los latifundistas, llegando a liderar a más de medio centenar de hombres. El 22 de septiembre de 1833, en un lugar cercano a Málaga, se topó con una emboscada que le tendió un antiguo compañero, “El Barberillo”, quien le disparó mortalmente. Tenía veintiocho años.

Benedict Arnold (1741 – 1801) fue un destacado general de los Estados Unidos durante la Guerra de la Independencia y uno de los grandes protagonistas de la victoria norteamericana en Saratoga, pero como epílogo de una serie de desavenencias con sus superiores, al sentirse relegado, decidió aliarse con el enemigo y se puso en contacto con un espía inglés. Cuando fue descubierto, cambió definitivamente de bando y peleó como general en las líneas británicas hasta el final de la guerra.

El traidor Robert Ford. Jesse James, uno de los bandoleros más peligrosos y carismáticos que se recuerdan, fue asesinado de un balazo en la nuca por uno de los integrantes de su banda, Robert Ford, en abril de 1882. El relato indica que Ford -que ya tenía un acuerdo con el gobernador de Missouri para entregar al célebre bandido, vivo o muerto, a cambio de un indulto total y una recompensa de 10.000 dólares- aprovechó que James estaba ocupado en la limpieza de un cuadro, para dispararle a quemarropa. Tal cual había sido acordado, Ford fue indultado, pero sólo recibió una parte de la suma prometida. La lápida que hizo grabar la madre de Jesse James dice así: “En memoria de mi hijo amado, asesinado por un traidor y un cobarde, cuyo nombre no merece figurar aquí.” Dos meses más tarde, Ford fue ejecutado por un tal Edward O’Kelly, confeso admirador de Jesse James.

El caso de Nicomedes Olivera. Ponciano Martín Aquino adquirió fama por sus enfrentamientos con la policía en el medio rural uruguayo. Hijo natural de Francisca Aquino, nació en El Tala, 10ª Sección del departamento de Canelones, el 19 de noviembre de 1889. A los 15 años se unió a las tropas coloradas que peleaban contra el caudillo blanco Aparicio Saravia. Tras su primer combate e insatisfecho con las tareas que le habían asignado, desertó del ejército y se robó cuatro caballos para ir a alistarse en las filas de la divisa blanca. Se desconoce cuánto tiempo militó en cada bando y cuáles fueron las razones que lo llevaron a abandonar a unos y a otros, pero de regreso a su pago, se desempeñó en diversos oficios. Primero como milico, pero a los pocos meses, descontento porque le negaron un adelanto del sueldo, desertó y pasó a trabajar como peón de estancia. En un confuso episodio, mientras se encontraba tropeando caballos, tuvo un altercado con su patrón y lo hirió de tres disparos. De inmediato se dio a la fuga y pasó a vivir como matrero, dedicándose al contrabando y al robo de ganado.  Su principal radio de acción era en el sur del departamento de Florida y en el norte de Canelones, donde además de sus excepcionales conocimientos de la zona, contaba con la simpatía de la población local. Fue perseguido y en varias ocasiones se enfrentó a la policía, agudizándose la determinación de las autoridades por atraparlo. En el año 1909, dos guardiaciviles le tienden una emboscada y uno de ellos es abatido. Se escapa al Brasil, pero al tiempo, cerca del Río Yaguarón, es capturado, notificándose a las autoridades uruguayas para que tramiten su extradición. Acusado de dos homicidios, fue alojado en la cárcel de Minas, de la que consiguió escaparse en 1913. La fuga causó sensación y la leyenda del matrero Martín Aquino acaparó la atención de la prensa nacional.

Junio de 1914. Resuelto a terminar de una vez con la carrera delictiva de Aquino, el Teniente General Juan Ignacio Cardozo, jefe político de Florida y distinguido combatiente en las filas coloradas durante la Guerra de 1904, organiza un escuadrón policial que parte desde la capital departamental. Lo secundan el Comisario Taumaturgo Román, además de un sargento y dos guardiaciviles. Tras efectuar una infructuosa batida por los montes, se encuentran con Aquino y su medio hermano, Pinela, en la Horqueta de Arias, originándose un intenso tiroteo que deja como saldo la muerte del Teniente General Cardozo y del Comisario Román. Tanto Aquino como Pinela logran escapar.

El escándalo político rebasa todos los límites y desde Montevideo se despacha un contingente militar representado por el Regimiento 12º de caballería para capturarlo, pero una vez más, el audaz matrero logra evadirse.

Se cambia de nombre y como Simón Rondán, es cobijado por Neponucemo Saravia, un caudillo nacionalista de Cerro Largo, que lo emplea como peón agregado. Quizás por la delación de un caudillo colorado -tío y enemigo de Saravia-, las autoridades locales toman conocimiento de la presencia del fugitivo y deciden urdir un complejo plan para atraparlo. Así es que logran infiltrar a un hombre entre los más allegados al matrero. Su nombre: Nicomedes Olivera. Orientados por el traidor, los policías rodean el rancho de Aquino en la localidad de Fraile Muerto y comienzan el asalto sin saber que al hombre lo acompañan dos compañeros: Roque Franco y el Indio Melgarejo. Los tres responden con firme decisión al fuego de la milicia, pero en las primeras de cambio, Melgarejo cae abatido y la situación se torna desesperante. Al verse herido, Aquino, armado con sus dos revólveres -un Colt 44 y un Orbea calibre 38- decide cubrir la fuga de Franco -que logra escapar- y queda solo para batirse hasta el final con los dieciséis agentes que lo están cercando. Finalmente, en un acto que hace honor a su leyenda, utiliza la última bala que quedaba en su cargador para suicidarse.

“El hombre y sus circunstancias”, el concepto de Ortega y Gasset le va de perlas a este baqueano que, como nadie, conocía los montes costeros del río Santa Lucía y de los arroyos Chamizo y San Gabriel. Siendo un gurí peleó por ambas divisas; fue milico de pueblo, tropero, peón rural y contrabandista, pero se vio obligado a ser matrero y forjar una leyenda a contramano de su voluntad. La Historia se olvidó de Nicomedes Olivera, el traidor que lo entregó.

Otro más en la lista: Gaspar Pisciotta. Según Eric Hobsbawm, Salvatore Giuliano (1922 – 1950) fue “el último de los bandidos populares y el primero de la era televisiva”. Bandolero e independentista siciliano, pasó a ocupar la escena periodística italiana durante los años de la postguerra en base a sus temerarias acciones, mayormente asaltos y secuestros. La suya fue una declaración de guerra a esa sociedad injusta, manejada por un puñado de ricos protegidos por un Estado representado por los Carabinieri. En poco tiempo, sus ingresos pasaron a ser formidables y eso posibilitaba que buena parte de los mismos fueran a parar a los más necesitados. Asimismo, tanto su popularidad como esa capacidad para acumular dinero, le permitieron atraer nuevos compañeros para su causa y adquirir armamento cada vez más sofisticado.

Se estima que fueron más de cien los carabineros que perdieron la vida en los numerosos intentos por darle caza, pues las ofensivas represivas se encontraban con un hombre que, además de contar con la generosa complicidad de los pobladores, conocía como nadie la geografía siciliana. Como suele ocurrir, su final llegó de la mano de un traidor, Pisciotta, su primo y mejor amigo. Al igual que en el caso de Ford, asesino de Jesse James, este infame individuo había hecho un acuerdo con las autoridades mediante el cual, no sólo reveló la ubicación del campamento de la banda, sino que él mismo se encargó de asesinar a Salvatore Giuliano mientras dormía. Al estar todo preparado, de inmediato, el campamento fue tomado por los carabineros que estaban apostados en las cercanías. Como parte de lo acordado y para guardar las apariencias, Pisciotta fue detenido y enviado a prisión junto a los demás integrantes de la banda, pero no viviría mucho para contarlo. Es cierto que su familia recibió el pago convenido por la traición, pero mientras esperaba en la cárcel por su indulto, recibió como obsequio un pastel envenenado.

Podría continuar aportando ejemplos hasta el hartazgo y seguramente no faltarán quienes intenten sugerir otros nombres o episodios. Por ejemplo, el del Mariscal francés Philippe Pétain, un personaje que merecería tener un sitio entre los grandes traidores de todos los tiempos. Lo mismo sucede con Mario Monje, uno de los fundadores del Partido Comunista de Bolivia y Secretario General del mismo en la década de los sesenta. La gestión -o mejor, omisión- de este oscuro personaje resultó determinante para sellar la suerte de Guevara y su experiencia guerrillera en el país del altiplano. Por un lado, impulsaba la línea oficial del PC boliviano -dictada desde Moscú- en franca oposición a la acción de la guerrilla y por otro, le reclamó al Ché la conducción de la misma en el encuentro celebrado entre ambos en Ñancahuazú.

Terminado ya su mandato como presidente del Ecuador, Lenin Moreno, es otro ejemplo que no debiéramos pasar por alto. Este reptil de la política -como muchos lo llaman- se abrió paso hasta llegar a la jefatura de gobierno de su país en base a la confianza que le dispensaba su predecesor, Rafael Correa. Ingrato, como buen traidor vocacional, desde que asumió, no hizo otra cosa que mermar las conquistas sociales del anterior gobierno, desandando el rumbo político que había impulsado Correa. Por si eso fuera poco, en abril de 2019, este oportunista con rango de presidente, anunció que su país dejaba de otorgar asilo al periodista y ciberactivista Julian Assange, fundador de WikiLeaks, retirándole la nacionalidad ecuatoriana. De inmediato, el embajador de Ecuador en Londres, le abrió las puertas de la representación diplomática a Scotland Yard para que Assange fuera arrestado.

¿Y por casa cómo andamos?  Acá en el paisito, la Historia reciente tiene bastante que aportar en el tema que nos ocupa, aunque más vale andar con cautela y no estar desprevenidos. Y es que no siempre lo que parece ser, termina siendo ni lo que se acepta por verdadero, es cierto. Como si asistiéramos a la función de un gran prestidigitador, vemos lo impensado y dejamos que se trastorne nuestra noción de la realidad. Así, en el lugar de una paloma, puede surgir una culebra, pero juramos que es blanca y puede volar. ¿Víbora o paloma? Lo mismo da ver una cosa que la otra.

Es lo que ocurrió con varios dirigentes del MLN Tupamaros, quienes, con el tiempo, llegarían a ostentar los cargos más encumbrados del gobierno de este país.

Durante más de cuatro décadas, se dio por válido el relato oficial que señalaba al Negro Amodio Pérez como el gran traidor, causante de la derrota del movimiento. Pero la verdadera historia es que ese relato fue elaborado por quienes no tuvieron empacho en ser los primeros en delatar a sus compañeros. Mintieron, tranzaron con sus captores y valiéndose de su condición de dirigentes, negociaron una rendición incondicional a espaldas de quienes todavía seguían en la lucha. Aun sabiendo que no era el Negro quien había entregado “la cárcel del pueblo”, sostuvieron esa acusación y lo condenaron a muerte. Mientras tanto, se dedicaban a confraternizar con la oficialidad joven, chupando caña, saliendo de los cuarteles y entregando listas de los militantes más peligrosos. De no creer, pero “como te digo una cosa, te digo la otra”, según le gusta decir a un ex presidente.

Acaso lo de Amodio tuvo su origen mucho antes, cuando expuso sus discrepancias en lo referente a la línea de acción impulsada por varios integrantes de la dirección. Era partidario de un repliegue táctico y no de una confrontación abierta, como otros altos dirigentes planteaban. Quedó en minoría, su posición de debilitó y pidió la baja, que no se le concedió. Celos, rencillas en la cúpula y hasta envidias, seguramente todo eso se conjuntó. No era muy simpático ni afecto a hacer bromas, era un relojito para funcionar y por si fuese poco, fue el responsable de la 15, la columna más eficiente de la organización.

Por pomposo que haya sonado, lo de condenarlo a muerte no pasó de una tormenta con matracas. Hace casi seis años, Héctor Amodio Pérez regresó y a nadie se le ocurrió ejecutarlo, pero sí se valieron de una Justicia que, desde el gobierno, manipularon para complicarle la existencia. A todos ellos los desafió para que sostuvieran las acusaciones públicamente. Ninguno se le animó. Ni el Ruso Rosencof ni el Ñato Fernández Huidobro, tampoco Zabalza o Marenales y menos Mujica. Lo cierto es que todos se fueron al mazo.

Se presentó ante la sociedad y expuso su verdad. Reconoció su acuerdo con los militares después que le dieran a leer las declaraciones de varios de los dirigentes tupamaros que también se encontraban privados de libertad. Para esas alturas, prácticamente todo estaba entregado y a sabiendas de que, como le dijo Wassen en el cuartel Florida, era “el cabeza de turco”, negoció su salida del país junto a la de su compañera, Alicia Rey Morales.

Los términos de ese acuerdo fueron similares a los que antes habían beneficiado a Mario Píriz Budes, “el Tino”, integrante del Ejecutivo del MLN y responsable de una de las columnas del interior al momento de su detención. “El Tino” facilitó a sus captores un organigrama completo del funcionamiento de la organización, así como una serie de locales y una lista con los nombres y seudónimos de docenas de militantes, además  de  aportar la información que hizo posible ubicar los restos del peón rural Pascasio Báez, asesinado por la guerrilla en diciembre de 1971. “El Tino” salió para el Paraguay y en ese país residió hasta que regresó para radicarse en Rivera, en 1993. Nadie le reclamó nada y “la orga” no lo condenó.

Cabe preguntarse por qué a uno sí y a otros no; señal de que las aguas bajaban turbias y vaya a saber qué había debajo del camalotal.

Por mucho tiempo, en el imaginario popular, el nombre de Héctor Amodio Pérez fue sinónimo de traición y eso resultó muy conveniente para ocultar la sinuosa trayectoria de algunos personajes que se arrogaron la condición de revolucionarios sin tacha. Otras figuras que destacaron en el plano político y que de izquierda poco tenían, también esgrimieron -con sospechosa candidez- el mismo discurso acusatorio. Sin embargo, cada vez más, los acontecimientos de aquel período van surgiendo a la luz y se encargan de poner las cosas en su lugar.

“Ni tan calvo ni con dos pelucas”, dice el refrán. Cada cual sabe lo que le tocó, pero lo de condenar a un hombre ad eternum basándose en el relato convenientemente pergeñado por quienes buscaron justificar la derrota y ocultar sus propias traiciones, es cosa reservada para los que carecen de rigurosidad en el análisis y todavía hoy se empeñan en ignorar lo que pasó. Ni Amodio fue el primero ni el único -tampoco el último- en negociar.  

Otra vez lo de Ortega y Gasset, “el hombre y sus circunstancias”. Es fácil acusar a otros desde lejos y reclamar heroicidad, cuando cualquiera sabe que la biaba era imposible de aguantar. Héroes y villanos; para el caso, una falsa oposición. Ni los unos fueron tan héroes ni los villanos tan pocos. De una forma u otra, el que más o el que menos, supo chapotear en las aguas de lo que se entiende como traición.

Héroes de pacotilla, villanos y villancicos. En las agitadas aguas de ese tan peligroso mar hubo lugar para todos o todas. Para bagres, corvinas, peces de colores y también   para tiburones. “Mejor quedarse en la orilla”; diría mi abuela Pilar, que no sabía nadar.

Pero ni aun sabiendo, uno está libre de ser carnada o de toparse con una fatalidad.

Montevideo ,mayo de 2021

R. J. B.


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