17.DIC.21 | PostaPorteña 2152

La covidcracia absolutista y el pasaporte nazitario

Por Karina Mariani

 

Así es como muere la Libertad, con un estruendoso aplauso

 

Karina Mariani Faro Argentino dic 2021

 

Parece que fue hace mucho pero no, fue casi ayer. Fue a comienzos del año 2020 cuando las libertades civiles, sobre todo las de las más avanzadas democracias liberales, sufrieron un retroceso alarmante. Los mejores soldados de occidente cayeron, los primeros, mostrando tal debilidad y cobardía que pusieron en pánico al resto de la tropa. Una línea argumental logró trascendencia moral mundial: Si ellos no pueden, nosotros tampoco, si ellos huyen, debe ser lo correcto. 

Bastaron unos ficcionados videos de chinos desplomándose en la calle y un grupito de “expertos” diseminados, bien promocionados y financiados. Si el covid era contagioso, mucho más lo fue la narrativa pandémica.

Llegó antes que el bicho coronado, se esparció mejor y fue más mortal. Los gobiernos de prácticamente todos los países del globo tuvieron al comienzo posiciones disímiles, como le cuadra al hecho de ser personas distintas, en lugares distintos ante distintas circunstancias.

Pero súbitamente comenzaron a actuar coralmente: mismos discursos, mismas medidas, mismas justificaciones. Una cohesión que ponía en el mismo paraguas a dictadores, líderes democráticos, de izquierda, de derecha, conservadores, chavistas, del primer mundo, del tercero. Nunca jamás en la historia de la humanidad se había visto tal mancomunión de mandatarios.

¿Podría un virus lograr tanto?

En una primera instancia el pánico anabolizado por el taladro 24×7 de los medios mundiales pudo ser excusa. Pero rápidamente se cayeron, por ridículos, los pronósticos de mortandad descomunal. En poco tiempo, el que quiso mirar vio que no pasaba lo que le dijeron que iba a pasar. Sin embargo los gobiernos del mundo comenzaron una carrera non stop de autoritarismo que jamás se detuvo ni se desaceleró.

La larga lista de medidas contra el covid, a la que le creció alguna resistencia, marginal y sumisa recién al año y medio, permitió que se instalara la covidcracia absolutista. 

Los líderes del mundo se encontraron en una situación con la que no soñaron jamás.

Lo que la histeria covídica consiguió fue cambiar la filosofía del poder, llevándola a un retroceso de siglos. Volvieron a creer en su jerarquía como en un poder suprahumano.

Los mandatarios empezaron a actuar ya no con paternalismo estatista sino con absolutismo divino. La condición global de la pandemia les dio una sincronía propia de una distopía negra, ellos mismos estaban obligados a actuar como el resto de los absolutismos, a riesgo de quedar expuestos a los ojos de sus pares mundiales. Los líderes del mundo fueron ungidos en el trono de un despotismo sanitario que no rechazaron.

Esos presidentes, cancilleres y primeros ministros tan básicos, tan elementales, de pronto se encontraron con que sus decisiones estaban libres de escrutinio. Entendieron que se habían elevado al nivel de salvadores divinos cuyo juicio era infalible, y que detrás de la excusa sanitaria podían hacer cualquier cosa.

Un desmanejo económico desproporcionado, abusos de autoridad de todo tipo, desprecio absoluto por todos los parámetros republicanos fueron la constante. No todos hicieron exactamente lo mismo, pero todos fueron iguales.

Si hace siglos al absolutismo lo justificaban los representantes religiosos, ahora lo hacían los famosos “expertos”, improvisados rasputines y richelieus que salieron como cucarachas cuando se esparce la basura.

Los gobiernos del mundo quedaron eximidos de los controles democráticos e incluso del ataque de las oposiciones políticas, temerosas también de quedar mal paradas frente a la lucha del bien contra el mal encarada por los nuevos absolutismos.

En Argentina y en el mundo se sucedieron los escándalos que mostraban a las claras el volumen del delirio. Confinamientos estrictos se contrastaron con fiestas privadas y todo tipo de privilegios para las élites. La corrupción y la inoperancia ligada a las vacunas fue una constante global sumada al manejo jurídico extorsivo que los laboratorios impusieron cuando se dieron cuenta de lo desesperados que estaban los mandatarios por ejercer sus nuevos roles magnánimos. Nada hizo sonar las alarmas ni logró romper la burbuja de pánico y sumisión.

Desde entonces los gobernantes no han encontrado límites a las atroces restricciones a los derechos de los ciudadanos, justificadas en una alarma hecha dogma, periódicamente renovada. Sin el covid que los transformó en reyes absolutos, volverían a verse bajo el juicio y el control de las normas democráticas. Esa clase política se acostumbró a tomar poderes de emergencia, impedir el funcionamiento institucional de la república, obligar a cerrar negocios, escuelas y templos, encerrar a la gente, prohibirles hacer tratamientos médicos o velar a los muertos. ¿Por qué querrían renunciar al ejercicio legal de la arbitrariedad, al poder absoluto?

La emergencia covidica ya no necesita del razonamiento y es la justificación del poder divino de los mandatarios. Por eso necesitan extenderla, más allá de cualquier lógica electoral o económica.

Ya no están jugando con las reglas de las democracias liberales y la coacción que están implementando responde a otra forma de organización política. A medida que la vacunación contra el covid avanzaba y se vislumbraba el fin de la covidcracia absolutista, una nueva atrocidad comenzó a ganar terreno: el pasaporte COVID.

Alardeando una increíble sincronización, los gobiernos, los “expertos” y los medios comenzaron recientemente a clamar por certificados digitales de vacunación que les permitirían a las personas “volver a la vida normal”. (¿Pero no habían prometido lo mismo con la llegada de las vacunas?)

El llamado pasaporte sanitario, de acá en más, nazitario, consiste en una identificación digital que impondrá una base de datos común para todo el mundo y tendrá como objetivo controlar la vida de las personas. A través del pasaporte nazitario se podrá prohibir o permitir a la gente asistir a un espectáculo, transportarse, votar, ingresar a un comercio, obtener un registro de conducir, un seguro o un trabajo; al impedir acceder a oficinas públicas prohibirá, por ejemplo, casarse. 

Los paralelos con el control social de la dictadura China o con los salvoconductos como la propiska soviética, tampoco han llamado la atención de la ciudadanía aletargada. Muchos pensarán que la falta de pasaporte covid impide solamente ir a un concierto, sin comprender que pronto se prohibirá trabajar, estudiar o asistir a un control médico.

El pasaporte nazitario nos alejaría de una manera casi irreversible del ordenamiento republicano para acercarnos a un sistema de puntuación ciudadana como el chino en el que el gobierno determina el acceso de los ciudadanos a sus derechos en base al grado de sumisión demostrado.

La inoculación de la vacuna contra el covid estará generando ciudadanos de segunda a cada paso, dado que nadie sabe cuántas dosis serán necesarias para inmunizar a una persona. Se trata de un tratamiento sin final, que se aplica sin receta y sin diagnóstico. Como las dosis son innúmeras y las vacunas se manejan con criterios geopolíticos, cada decisión sobre cantidad de dosis, cepas, tipo de vacuna, etc., creará nuevos ciudadanos clase B sometidos a restricciones que varían de la noche a la mañana y plasmadas en su nueva identificación: el QR. 

Las autoridades explican que la implementación del pasaporte nazitario sirve para obligar a la gente a vacunarse y muestran orgullosos cómo la implementación del mismo aumenta los índices de vacunación, que es lo mismo que decir que la violencia empleada en los secuestros extorsivos aumentan los índices de pago de rescates.

Pero los porcentajes de vacunación en el mundo son elevadísimos cosa que no ha protegido a los inoculados ni del contagio ni de ser ellos transmisores de la enfermedad. No se muestran razones médicas detrás en la implementación del pasaporte nazitario y sí se percibe el goce de la imposición. Esto convierte a la vacuna en un fin en sí misma, tal vez como excusa para obligar ‎la gente a tener un dispositivo de vigilancia digital que permita un control social sin precedentes

Si esto no fuera así, las covidcracias absolutistas del mundo deberían poder explicar:

¿por qué se sigue considerando emergencia sanitaria a una enfermedad que en la actualidad no tiene índices pandémicos?,

¿cuál es el nivel real de eficacia de las vacunas y por qué con los altísimos niveles de vacunación seguimos tan alarmados?, si la gran mayoría está vacunada y las nuevas cepas no han generado ni un sólo muerto y sus síntomas son casi inexistentes,

¿qué importa el número de contagiados?, ¿cómo puede el Estado obligar a las personas a un tratamiento sobre el que rechaza toda responsabilidad? y finalmente, ¿cuántas dosis podremos resistir y cuál es la cantidad óptima de enfermos para salir del estado de emergencia?

Entregar las libertades tan dócilmente es suicida. Las medidas a nivel mundial, que son políticas y ya no sanitarias, aparecen a la vez, con idéntica argumentación como si las dictara la misma ‎persona, tienen que ver con el proceso de transformación política que se inició cuando aceptamos que los políticos nos encerraran.

Ese poder absoluto los envenenó a la altura de crear campos de concentración, inocular por la fuerza a personas con enfermedades mentales, ingresar a los domicilios para llevarse gente sospechada de estar enferma, detener gente en la vía pública que no cometía ningún delito, reprimir manifestaciones contra confinamientos, inocular niños con tratamientos experimentales y ocultar efectos colaterales, impedir bajo pena de prisión o multas cualquier disidencia sobre tratamientos médicos y varias atrocidades más. La covidcracia absolutista llega al punto de prohibir a las personas decidir su propio tratamiento médico. No hay registro de semejante nivel de opresión a escala planetaria y simultánea.

No es un totalitarismo común, no es que creen que la gente les debe obediencia: la covidcracia absolutista cree que la gente les pertenece.

Es un cambio de paradigma brutal en la estructura cívica que corroe y anula el modelo de las democracias con ‎derechos y garantías constitucionales. La excusa de la salud y la bioseguridad ha condenado a las libertades individuales.

La imposición del pasaporte nazitario implica lisa y llanamente cancelar el Estado de Derecho que, como la libre circulación de personas o bienes, pasarán a estar sujetos a la decisión de los burócratas y a lo que a estos se les antoje imponer.

Siglos le llevó a la humanidad pasar del absolutismo a la democracia liberal, ¡siglos! para que hoy tengamos a la covidcracia absolutista diciendo que el individuo no es quien para tomar sus propias decisiones.

La sola idea del pasaporte nazitario no resiste el más elemental análisis ni de datos, ni filosófico ni ético y es contrario a todo derecho. Sólo en este auge de colectivismo e infantilismo pudo haber prendido, en sólo dos años, esta covidcracia absolutista que no para de triunfar y que impuesta a escala planetaria, es una pendiente catastrófica.

El pasaporte nazitario es un punto de inflexión en la transformación política que está en marcha. Desandar este camino, si alguna vez es posible, será una tarea hercúlea. Quienes creen que están a salvo pronto verán caer sus propias defensas.

Con la institucionalización de la sumisión a la emergencia sanitaria como condición para acceder a los derechos humanos; la arbitrariedad, el puño de hierro y el miedo no serán cuestiones transitorias, sino la forma de gobernar.

El miedo es el más ignorante, el más injurioso y el más cruel de los consejeros.
Edmund Burke


Comunicate