08.FEB.15 | postaporteñ@ 1343

Chile: los gorilas estaban entre nosotros (5)

Por PRIETO

 

autor Helios Prieto

© 1973 Ed. Tiempo Contemporáneo. Bs. As., Argentina -2014 Ed. Viejo Topo. Santiago, Chile

El día 11  

En toda la historia de la Operación Unitas, hubo sólo tres años durante los que ésta pudo desarrollarse en Chile sin grandes manifestaciones de repudio, pasando casi desapercibida para la gran mayoría de la población. Eso sucedió durante los tres años de gobierno “antiimperia­lista”. Es que otra de las técnicas de la UP para seducir a los militares fue facilitar al máximo sus relaciones con el Pentágono. Días después del tancazo —por ejemplo— un insólito artículo apareció en La Nación, diario del gobierno. Un gran titular anunciaba: “Importante cambio de política financiera de EEUU hacia Chile”, y abajo se señalaba como un síntoma sumamente alentador que el Secretario de Estado norteamericano había anunciado la concesión de un crédito importante a Chile para la venta de material de guerra, en especial, ¡30 aviones antiguerrilleros! El articulista se deleitaba describiendo las características de esos aviones y el servicio que le prestarían a las FFAA.

En los primeros días de setiembre los barcos de guerra de la marina de EEUU, destinados a la Operación Unitas, se movieron con toda comodidad por las costas y puertos chilenos. La única manifestación que podría interpretarse como una velada crítica, fue la reproducción en el diario La Nación de un artículo de “Nuestra Palabra”, órgano del PC Argentino, en el que se criticaba la participación de la marina argentina (!) en el operativo

De las tres ramas de las FFAA, la Marina era la “van­guardia” del golpe. El Contralmirante Huerta había renunciado al gabinete de Allende en noviembre del 72 haciendo públicas sus críticas al proyecto de reforma de la educación (otra batalla que perdió la UP y permitió a la oposición ganar amplios sectores de la pequeña bur­guesía) y desde ese momento conspiraba abiertamente. Toribio Merino, que en 1972 había sido designado por Allende, Intendente de Valparaíso y que durante seis meses se había dedicado con el apoyo de la UP a perse­guir en el puerto a la “ultraizquierda”, ahora, como fiscal naval, montaba la provocación de la “subversión en la Armada” y pedía el desafuero del diputado Garretón y el senador Altamirano. Ese mismo personaje, días antes del golpe, reunió a los mandos de la Marina y les hizo votar una resolución golpista pidiendo la remoción del comandante Montero el que, por un resto de pundonor no quería aparecer encabezando un golpe después de varios meses de integrar el gabinete. En una reunión en La Moneda, Merino le había advertido con insolencia a Allende: “la Marina es anti-marxista por esencia”. El MIR denunció públicamente la realización de reuniones conspirativas con la participación de jefes de la Armada norteamericanos en los barcos de la Operación Unitas y la incorporación de un oficial de inteligencia norteame­ricano en cada buque de la armada chilena. La Marina ni se tomó el trabajo de desmentir la denuncia. La UP permitía que se llevaran a cabo todos estos preparativos sin denunciarlos, es que ahora el golpe se preparaba se­riamente y no se podía jugar con denuncias destinadas a impedir la discusión ideológica en el seno de la UP como se había hecho decenas de veces anteriormente.

El día 10 la escuadra chilena simuló zarpar del puerto de Valparaíso para incorporarse al Operativo Unitas; por la noche regresó y bloqueó la entrada a la rada. Inmediatamente Allende fue notificado del regreso de la escuadra.

Esa misma noche todos los jefes militares pernoctaron en el edificio del Ministerio de Defensa ubicado frente a La Moneda. Sus automóviles permanecieron estaciona­dos frente al edificio para que los viera quien quisiera.

En la madrugada del 11 el ejército hizo un operativo en Concepción, baluarte tradicional del mirismo, y detuvo a 600 militantes a los que trasladó a la isla Quiriquina.

A las siete y media de la mañana del 11, el ministro de defensa de Allende, Orlando Letelier, se dirigió al Ministerio donde fue detenido. Periodistas fotografiaron su salida del edificio –frente a La Moneda– custodiado por soldados.

Pocas veces un golpe de estado se preparó y se consumó más abiertamente. Sin embargo el 11 a las 8 y media, cuando todos estos movimientos ya se habían efectuado, Allende habló desde La Moneda para comunicar sola­mente que “había algunos problemas en Valparaíso”, recomendó al pueblo mantener la calma y “esperar la reacción de los soldados de la patria”. Esta vez no llamó a ocupar las fábricas, al contrario, consciente quizás de que el golpe era inevitable llamó a los obreros “a no dejarse masacrar”. Desde ese momento trató, una vez más, de resolver la crisis mediante negociaciones. Citó a los comandantes de las tres armas a la Moneda, quienes, por supuesto, no concurrieron. Versiones no confirmadas dicen que cuando recibió la amenaza de que La Moneda sería bombardeada desestimó esa posibilidad afirmando que ese era un “golpe a la chilena”, que el bombardeo no se efectuaría y que tenía informes de que el general Pinochet con sus tropas rodeaba la base aérea del Bos­que para impedir la partida de los aviones. Ya hacía dos horas que las radios de oposición transmitían el primer bando de la Junta Militar firmado por Pinochet como comandante de la misma.

Informes no oficiales indican que el bombardeo de La Moneda fue dirigido por el general Magliochetti, el hombre que gozando de la confianza personal de Allende había sido Ministro de Transporte hasta ese mismo momento y había declarado en un programa de televisión, días antes, que Fidel Castro, de quien había sido edecán durante su visita a Chile, “era un líder revolucionario sincero”

La conducta de Allende al morir heroicamente en La Moneda se ha convertido en un mito inatacable consagrado por toda la prensa comunista que de esta forma busca borrar tres años de desaciertos que condujeron al proletariado chileno a su más grave derrota. Por desgracia, a la izquierda del reformismo, también hay gente que considera rentable explotar la imagen del reformista Allende muriendo heroicamente, metralleta en mano, frente al fascismo. Allende fue un reformista burgués hasta el fin. Sus últimas palabras formalmente dirigidas “al pueblo” las concibió, en realidad, pensando en lo que registrarían los historiadores: no hubo en ellas una sola directiva concreta para las masas que habían confiado en él y que quedaron libradas a su propia suerte cuando días más tarde el grueso de los dirigentes de la UP corrió a refugiarse en las embajadas. El “compañero presidente” murió defendiendo el símbolo más preciado de la democracia burguesa chilena, La Moneda; advirtió en su discurso de despedida que su holocausto cubriría de vergüenza a los políticos burgueses que no habían sabido cumplir con su supuesto deber de defender la democracia. Propósito fallido porque cualquiera sabe que los políticos burgueses no tienen vergüenza (y por supuesto, ningún deber de defender la democracia). No murió peleando junto a los obreros de los cordones industriales a los que combatió hasta último momento como “economicistas”, “ultraizquierdistas” y “divisio­nistas”, pero que fueron los únicos que hicieron un desesperado intento de defender su gobierno. Su gesto cae muy bien en un continente donde, desde hace 13 años los jóvenes de la pequeña burguesía revolucionaria creen distinguirse del reformismo cuando en realidad se limitan a convertirse en su brazo armado

 Fue, en fin, profundamente desmovilizador: por una parte, allá en el cielo de los héroes, estaba el titán burgués peleando solo contra los aviones y la metralla mientras las masas eran destinadas al papel de espectadores pasivos. Sólo cuando la batalla entre los campeones del Olimpo ya estaba definida, las masas fueron convocadas a su propio holocausto. Cuando La Moneda estaba perdida y Allen­de asesinado, la CUT llamó a los obreros a ocupar las fábricas y a defenderlas. El reformismo cumplía hasta el fin su misión histórica de destruir lo mejor del proleta­riado. Durante los treinta días que precedieron al golpe inmovilizó a la clase obrera, escondió en los sótanos sus armas por temor a perder el control de la situación y cuando ya la suerte estaba echada, llamó al proletariado desarmado a hacer una guerra de posiciones contra un ejército moderno equipado con artillería, tanques, aviones supersónicos y helicópteros de combate. La Junta Militar agradeció el servicio: al presidente de la CUT y Ministro de Trabajo de Allende, el comunista Jorge Godoy, se le ofreció la vida a cambio de una declaración cobarde y divisionista. Entonces, el que desde todas las tribunas había tronado contra el fascismo apareció el 11 a las 5 de la tarde, mientras se combatía en cada manzana de Santiago, por la red de radio y televisión de las FFAA y Carabineros de Chile para condenar a los extremismos de izquierda y derecha y manifestar que ellos (¿quién?, ¿el PC?) estaban dispuestos a participar, en la medida en que se los convocara para esa tarea en la lucha por el aumento de la producción. El traidor goza hoy de un trato especial en el Estadio Nacional y seguramente su vida será respetada como la de sus camaradas de la dirección del PC. Peor suerte que la de los hombres íntegros que supieron morir heroicamente.

El plan golpista era eliminar físicamente, mediante el asesinato o la prisión, a los destacamentos más avanza­dos de la clase obrera; para eso, era necesario separarlos de la masa cuyo destino sería continuar vendiendo su fuerza de trabajo en la etapa de la “reconstrucción”. La UP ya había creado las condiciones políticas para esa tarea. Al librar la lucha contra el “economismo” había separado a la vanguardia de la masa, llevando a aque­lla –en lugares como El Teniente– a jugar el papel de crumira de las justas reivindicaciones de la clase obrera. Los sectores más politizados se habían ido separando así de las masas más atrasadas políticamente pero que conservaban intacto su instinto de clase. La inteligencia política de la vanguardia engañaba a su instinto de clase; de esa forma, esos obreros se consideraban soldados de la “batalla de la producción”, de la lucha contra “el economicismo” y el “ultraizquierdismo”, cuando en realidad debían ser soldados del socialismo. De esa vanguardia que perseguía objetivos extraños a su misión histórica y que luchaba activamente contra los intereses inmediatos de los trabajadores en aras de una hipotética “vía chilena al socialismo”, las masas se sentían cada vez más separadas. El alto porcentaje de votos obtenidos en las elecciones, ocultó este proceso a los dirigentes de la UP, electoralistas y parlamentarios hasta la médula. Creyeron que cada voto significaba un apoyo activo; no fueron capaces de ver que las masas habían apoyado a sus candidatos porque no tenían otra opción, pero la clase obrera tenía ya una profunda fisura que el conflicto del cobre ahondó

 La burguesía y las FFAA, que cuando se trata de defender sus intereses son capaces de ver más objetivamente que los pequeñoburgueses que viven de ilusiones, fueron tomando el pulso, paso a paso, a este proceso de distanciamiento de la UP con las masas. Lo alentaron por todos los medios sin que los que estaban presos en las contradicciones de la “vía chilena” pudieran hacer nada por evitarlo. Como en una tragedia griega cada protagonista cumplió inexorablemente, hasta el fin, el papel que le estaba destinado.

Los propósitos proclamados por el programa de la UP eran atraer al campesinado y a la “burguesía nacional” para lograr una aplastante mayoría nacional que per­mitiera cumplir el programa por medios pacíficos. El reformismo persigue, a 56 años de la revolución rusa, un objetivo imposible, ganar a sectores de la burguesía para un programa “democrático avanzado”. En ‘realidad trata de engañar a esos sectores de la burguesía para que en una primera etapa marchen “junto al proletariado”, creando las condiciones para liquidarlos en el futuro. Durante tres años la prensa de la alta burguesía desnudó diariamente esta táctica infantil, mostrando lo que les ocurría a los pequeños propietarios cuando se desataba la revolución socialista, recurriendo a los numerosos ejemplos históricos que proporciona nuestro siglo. La UP sólo consiguió engañarse a sí misma y desorientar al proletariado. Durante su gobierno, gracias a leyes protectoras y al desarrollo de la especulación y el mer­cado negro, los profesionales, pequeños comerciantes e industriales y la burguesía agraria se enriquecieron más que nunca. Acumulaban cantidades de dinero que no reinvertían como capital porque no consideraban seguras las condiciones de reproducción. Con dólares en los bolsillos, los pequeñoburgueses estaban furiosos e impacientes esperando que se crearan las condiciones para transformarlos en capital. Estas condiciones eran el derrocamiento del gobierno y el descabezamiento del proletariado.

Mientras la UP predicaba su política de unión con las “capas medias”, estas capas proporcionaban los grupos de choque de la burguesía, se movilizaban por cientos de miles en las calles, paralizaban el transporte, el comercio, los servicios médicos y lesionaban seriamente la producción agropecuaria. La “unión” devenía en patético aislamiento del proletariado. Este aislamiento se hizo total y definitivo cuando la UP logró separar de la clase obrera a su aliado tradicional, el campesinado. “Avanzando por la vía chilena” el gobierno se propuso “aprovechar” la ley de reforma agraria promulgada por la Democracia Cristiana, para liquidar el latifundio. Una  vez más, la UP liquidaría a la burguesía con sus propias leyes.

Estas consideraban expropiables a todos los predios superiores a las 80 hectáreas de riego básico –la mayor parte de la agricultura chilena es de regadío, según las características de la zona y de las obras de riego se establece la unidad “hectárea de riego básico”– pero estableciendo rigurosas indemnizaciones para los propietarios y el deber del Estado de pagarles las maquinarias y las obras de infraestructura expropiadas. El movimiento campesino que venía desarrollándose desde la administración de Frei dio un salto espectacular durante los dos primeros años de gobierno de la UP; éste pensaba completar su programa de expropiaciones en cuatro años, pero se vio obligado por las tomas y ocupaciones a hacerlo en menos de dos. A fines de 1972 no quedaban en Chile fundos de más de 80 hectáreas sin expropiar. Las expropiaciones se hicieron dejando el antiguo terrateniente una reserva de 80 hectáreas en la que, como el Estado no tenía dinero para pagarlas pese a que en 1972 se destinaron 1.300 millones de escudos para la reforma agraria, quedaban todas las maquinarias, el ganado y las instalaciones; de esta manera se “forzaba” al terrateniente a convertirse en capitalista agrario, se eliminaba el régimen de inquilinato pero en la reserva el nuevo capitalista podía utilizar el dinero de la indemnización para comprar más maqui­naria y contratar obreros agrícolas. Los resultados se apreciaron de inmediato: la productividad de ese sector fue varias veces más alta que la del sector reformado que no tenía máquinas ni dinero

En los campesinos sin tierra la UP alentó las ambiciones de propietarios privados pero no las satisfizo. Una lucha sin resolución se desarrolló en el interior de la UP: por una parte un sector del PS, el MAPU y el MIR eran partidarios de crear haciendas estatales y cooperativas; por la otra el PC insistía en las cooperativas y en entregar la tierra en propiedad a los campesinos, posición coherente con el conjunto de la política de la UP. La posición de la “izquierda” impidió que durante tres años se adoptara una solución definitiva. Como medida intermedia se crearon los Centros de Reforma agraria, en los que los campesinos tenían derecho a’ un pequeño predio para la explotación individual pero la cuestión de la tenencia del resto de la tierra no se resolvía hasta que el Congreso no legislara sobre el asunto.

Terminado el proceso expropiatorio la movilización campesina se detuvo y comenzaron a aflorar las contra­dicciones propias del capitalismo agrario. Los campesinos desviaban el grueso de su producción al mercado negro o al contrabando (el dólar estaba subvaluado), ayudados por los comerciantes privados que controlaban el 80 % de la comercialización de los productos del agro. La UP se lamentaba de la “falta de conciencia de los campesi­nos”. En el sector reformado los nuevos propietarios o los titulares de los CERA explotaban despiadadamente a los obreros agrícolas y estos no encontraban apoyo en los partidos de izquierda para organizar sindicatos, porque estos preferían poner el énfasis en los consejos comunales campesinos, dirigidos, en la mayoría de los casos, por campesinos medios y ricos. La primera manifestación política de este proceso fue la virtual desaparición del Movimiento Campesino Revolucionario que, bajo la dirección del MIR había tenido importancia en el proceso expropiatorio. La democracia Cristiana explotó la situación insistiendo en la propiedad privada de la tierra y pocos días antes del golpe envió al Congreso un proyecto de Reforma Constitucional que obligaría, al gobierno a entregar los títulos de propiedad.

Pocos días después la inefable Marta Harnecker desvariaba en “Chile Hoy” sobre la movilización campesina y la firme posición antigolpista de las masas agrarias. Lo cierto es que a esa altura lo único que querían los campesinos es que alguien les garantizara la propiedad de la tierra y no podían depositar confianza –en ese sentido– en los partidos de la UP. Por supuesto que existían núcleos de campesinos “concien­tizados” que apoyaban a la UP, pero la masa campesina no estaba dispuesta a jugarse por un gobierno que se había mostrado renuente para entregarle los títulos de propiedad. Como en la Francia de Bon aparte fue el sable militar el que se presentó ante esa masa como la garantía de que sus aspiraciones serían respetadas: pocos días después del golpe la Junta. Militar prometió que a todos los campesinos se les entregarían los títulos de propiedad.

El día 11 el escenario estaba preparado para el golpe final contra el proletariado consciente, éste estaba sólo, separado del campesinado, enfrentado a las “capas medias” y con la hostilidad de los sectores menos politizados de la clase obrera. Los obreros conscientes sumaban cientos de miles, pero las revoluciones las hacen millones

A las dos de la tarde del día 11 la Junta Militar emitió dos bandos: en uno se ordenaba a los obreros desocupar las fábricas, en el otro se decretaba toque de queda a partir de las tres de la tarde, éste duró después 45 horas, hasta las doce del día 13. Los militares querían enfrentarse solamente con los obreros de la UP y le otorgaban al resto una hora de tiempo para retirarse del campo de batalla. Entre las dos y tres de la tarde largas columnas de obreros caminaban hacia sus hogares. En las fábricas quedaron los activistas de la UP, la consigna de la CUT era defenderlas como fortalezas medioevales, el estado de ánimo “morir heroicamente como el compañero Allende”

(continuará)


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